El servicio de té
...
Dispuse la vajilla sobre la mesa baja: tazas, platos, cuchillos para untar y cucharas de mango de porcelana; luego traje la bandeja con la tetera, una jarra para la leche y el tazón con terrones de azúcar; por último dejé la mermelada de naranja junto a la fuente donde había porciones de torta, tostadas untadas con manteca, queso y una brioche tibia. Cuando me sentó a merendar, el sol oblicuo de la tarde doraba el respaldo de los sillones, la brisa ondulaba con suavidad las faldas del mantel.
Y servir una taza—y luego la otra— y cubrirme el regazo con una servilleta —y dejar la otra perfectamente doblada, junto al plato.
El líquido pasó de mi boca al estómago dejando su rastro, seco y dulce, característico del té. Entonces pensé en él. Este era el momento del día que elegía para recordar el sabor del tiempo que compartimos. Y lo había calculado en todas las unidades posibles: en años, en horas, o simplemente en instantes. Y ahora navegaba a través de ellos para sentir que todo sucedía de nuevo.
Y volver a llenar mi taza —y el té de él que se enfriaba— y comer el brioche con mermelada —y el otro plato con la servilleta plegada y la tostada intacta.
Las sombras crecían en los rincones y yo, con la mirada quieta, me permitía desplegar las velas y surcaba tanto mar como amor supo darme. Entonces —cuando soplaban los vientos arrebatados de los primeros años— a veces confundía un día con otro, pero si mis ojos encallaban en el pasado reciente podía subir la cresta de cada ola: el ayer era agua que tocaba mi cuerpo, me apartaba el cabello de la frente y yo entreabría los labios.
Y apoyar la taza con un suspiro y creer con todas mis fuerzas que el reloj al girar iba a dejar caer la misma arena —grano sobre grano— y en el mismo lugar, otra vez.
Los sillones unidos en los apoyabrazos me permitieron posar la mano sobre el asiento de él, y miré por la ventana el azul profundo del cielo que me anunciaba que el sol, ya se había ido.
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El servicio de té
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Dispuse la vajilla sobre la mesa baja: tazas, platos, cuchillos para untar y cucharas de mango de porcelana; luego traje la bandeja con la tetera, una jarra para la leche y el tazón con terrones de azúcar; por último dejé la mermelada de naranja junto a la fuente donde había porciones de torta, tostadas untadas con manteca, queso y una brioche tibia. Cuando me sentó a merendar, el sol oblicuo de la tarde doraba el respaldo de los sillones, la brisa ondulaba con suavidad las faldas del mantel.
Y servir una taza—y luego la otra— y cubrirme el regazo con una servilleta —y dejar la otra perfectamente doblada, junto al plato.
El líquido pasó de mi boca al estómago dejando su rastro, seco y dulce, característico del té. Entonces pensé en él. Este era el momento del día que elegía para recordar el sabor del tiempo que compartimos. Y lo había calculado en todas las unidades posibles: en años, en horas, o simplemente en instantes. Y ahora navegaba a través de ellos para sentir que todo sucedía de nuevo.
Y volver a llenar mi taza —y el té de él que se enfriaba— y comer el brioche con mermelada —y el otro plato con la servilleta plegada y la tostada intacta.
Las sombras crecían en los rincones y yo, con la mirada quieta, me permitía desplegar las velas y surcaba tanto mar como amor supo darme. Entonces —cuando soplaban los vientos arrebatados de los primeros años— a veces confundía un día con otro, pero si mis ojos encallaban en el pasado reciente podía subir la cresta de cada ola: el ayer era agua que tocaba mi cuerpo, me apartaba el cabello de la frente y yo entreabría los labios.
Y apoyar la taza con un suspiro y creer con todas mis fuerzas que el reloj al girar iba a dejar caer la misma arena —grano sobre grano— y en el mismo lugar, otra vez.
Los sillones unidos en los apoyabrazos me permitieron posar la mano sobre el asiento de él, y miré por la ventana el azul profundo del cielo que me anunciaba que el sol, ya se había ido.
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