martes, 18 de diciembre de 2012

La Ciudad de los Libros, la catedral de las bibliotecas latinoamericanas


POR MATILDE SÁNCHEZ

Con cientos de miles de volúmenes, el edificio alberga las colecciones de grandes como Monsiváis, entre otros.

Quizá éste sea el país que más celebra la literatura en el mundo –y a sus escritores, hasta el culto religioso. Impulsado por la crisis española, México puede ser considerado hoy la capital literaria de América latina, por el presupuesto que consagra a la cultura –en la famosa escala “faraónico azteca”–, por un patrimonio arquitectónico que difícilmente se iguale y que suele servirle de foro, además de su feria en Guadalajara y su apertura histórica a la región, con todos los matices.
La Ciudad de los Libros, en el edificio de la Ciudadela, quedó inaugurada con el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria, entregado al escritor Mario Vargas Llosa el 22 de noviembre. Para quienes llegamos tarde adonde no faltó ni el presidente Felipe Calderón, el festejo consistió en un mar de cabezas masculinas y vestidos de gala. Pero una vez acallados los cientos de pasos, risas y pisotones, la Ciudadela reveló su flamante tesoro.
Solemne y pétreo, como toda biblioteca, el bello conjunto de salones y patios, lindero con una plaza y justo frente al mercado de artesanías, en pleno centro, supo ser fábrica tabacalera por decreto Real, en el siglo XVIII. Con los siglos se convirtió en arsenal, cárcel militar, hospital y cuartel de conscriptos, hasta que el escritor José Vasconcelos iniciara allí y presidiera la nueva Biblioteca de México, en 1946.
Ahora es también la sede de cinco bibliotecas personales de muy variado signo: las del ensayista y poeta Antonio Castro Leal, el poeta Alí Chumacero, los escritores, editores y diplomáticos José Luis Martínez y Jaime García Terrés, y el ensayista Carlos Monsiváis. No se quiso solo reunir los acervos personales, sino también preservar cada biblioteca y homenajear al autor con una sala propia, abierta a la consulta –de doce lectores por vez–. La de Martínez sola tiene 70 mil libros; la de Chumacero, 46 mil: los tomos reunidos en ambas, sobre todo de literatura y poesía mexicana, no están tan completos en los fondos bibliográficos nacionales. Para el visitante argentino es ocasión de comprobar su inferioridad: podríamos darnos por contentos si lográramos repatriar enteros los estantes de Victoria Ocampo, supuestamente protegidos por la Unesco, que en los últimos años salieron a la venta en la librería anticuario “Lame Duck”.
La Ciudadela se suma a la reciente recuperación de otros complejos formidables del DF. La intención declarada de esta iniciativa de la Comisión Nacional para la Cultura y el Arte, durante la gestión de Consuelo Sáizar, que concluyó hace una semana, fue “transformar a México en una de las plataformas intelectuales del español”.
Aunque  se trata de bibliotecas de consulta –cada una ofrece además iPads y PCs–, el proyecto es impensable sin el horizonte del ebook y la cultura digital, que acentúan las cualidades materiales del libro recargándolo de un aura a la vez vetusta y novedosa, piezas utilitarias que,  al mismo tiempo, ya son objetos de colección.
Las cinco bibliotecas se despliegan en diferentes ámbitos espaciales. Reina cierta atmósfera sagrada, salvada del espiritismo por las obras plásticas contemporáneas que los completan: la de Castro Leal fue intervenida por la artista Alejandra Zermeño; el área infantil general, por Magalí Lara.
Dado que el primer acto creador es un circuito de lectura, cada biblioteca es la enciclopedia personal que un escritor compila a lo largo de su vida. En este sentido, no puede haber proyecto más borgiano –ni tan románticamente tautológico–que intentar preservar  el recorrido exacto de un escritor por sus libros, con sus intersecciones y la rumia intelectual que éstas despertaron, método obsesivo y ferviente, digno de un médium .
Muy temprano, en 1963, Octavio Paz escribió: “Un nuevo lenguaje aparece en Monsiváis –el lenguaje del muchacho callejero de la ciudad de México, un muchacho inteligentísimo que ha leído todos los libros y todos los cómics y ha visto todas las películas–. Monsiváis: un nuevo género literario”.
A la entrada de su espacio, una gran vitrina ofrece la memoriabilia tal como se encontraba en los estantes, en casa de “Monsi”. Una postal infantil enviada por él a su madre –mintiéndole que se despreocupe ya, porque ha superado su obsesión gatuna amigándose con los perros–. El diorama con una miniatura de orquesta. Historietas que lo convirtieron en personaje. Un primer plano de María Félix dedicado al amigo.
Esta biblioteca sigue el principio temático de la ciudad, objeto predilecto que recorre toda la obra del autor de Aires de familia , Apocalipstick ,  Los mil y un velorios y Crónica de la nota roja en México . El espacio alegórico, concebido por el arquitecto Javier Sánchez, reproduce distintos barrios,  un sector de casas bajas, el dédalo de un conventillo, un rascacielos que llega a la segunda planta.
Entre los 27 mil volúmenes de Monsiváis hay colecciones completas de revistas culturales –entre ellas, Sur –; libreros enteros sobre cine y semiología, y los ensayos culturales que acompañaron su toma de posición en las luchas de las minorías sexuales. Fue imposible reproducir la ‘desorganización’ original de un escritor que reivindicaba el principio del “orden en el caos”.  Según Daniel Bañuelos, encargado de la colección, con quien conversamos, “en casa de Monsiváis los libros invadían hasta los sillones donde se sentaban las visitas. Además de las paredes cubiertas, había libros apilados por todas partes, sobre dos mesas, en las sillas”.
A la muerte de Monsiváis, a mediados de 2010, el gran observador de la cultura popular, el reinventor de la crónica urbana, mantenía bien nutrido un ejército de 20 gatos en su casa. De hecho, la “estabilización” de su biblioteca (como Bañuelos llama decorosamente a la cura, incluida la desinfección) llevó tres meses.  Testimonio de su amistad estrecha, el artista oaxaqueño Francisco Toledo creó las cenefas de mármol que decoran el piso, por donde el lector pisa 62 gatos en efigie, de un art-deco estilizado. Toledo también realizó los paneles de lana que recuerdan el  pelo cano del escritor –¿como batido?– y también el pelaje de todos los gatos.

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